domingo, 25 de abril de 2010

Pastoral


CARTA PASTORAL SOBRE LA MISA


Te per orbe terrarum Sancta confitetur Ecclesia. A Ti por el orbe de la tierra te alaba la Santa Iglesia. Por estas palabras del himno de acción de gracias proclamamos la misión de la Iglesia: Confesar por todas partes la Trinidad Santísima, manifestar, hacer conocer la soberanía inefable y la misericordia infinita del “SEÑOR DE LOS EJÉRCITOS” (Isaías, 6,3).

Al cumplimiento de esta Misión tiende toda la actividad de la Iglesia, plegarias, oraciones, buenas obras, e incluso su unidad orgánica, su estructura monárquica con una jerarquía sagrada gobernando y santificando al pueblo fiel, todo tiende a la gloria de Dios Padre y a la santificación siempre mayor de los hombres que es como las criaturas racionales dan gloria al Altísimo.

Síntesis que resume la misión de la Iglesia y fuente de donde emana su energía santificadora, es el Santo Sacrificio de la Misa. En él, la Iglesia adora la Majestad insondable de Dios; en él, presenta a la Bondad Divina su acción de gracias por los beneficios de su misericordia; en él satisface la justicia de Dios irritada por los pecados del mundo y lo hace propicio hacia el género humano. De la Santa Misa, en fin, nacen todas las gracias que facultan a los hombres la práctica de las virtudes y la Santificación del estado de vida que escogen, o en el cual la Providencia los colocó.

Se comprende la razón por la que Pío XII declaró al Santo Sacrificio de la Misa centro de la Religión Cristiana (cfr. Encíclica “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 547) y también, especialmente, el Misterio de la Fe “Mysterium Fidei”. De aquí, amados hijos, vemos la gran importancia que tiene el tener concepto exacto de la Santa Misa. De otro modo no podréis ordenaros rectamente respecto al culto divino y disponer toda vuestra existencia “en loor de Gloria” del Padre Celestial (cfr. Efesios, 1, 12) como conviene a personas santificadas por el Bautismo. De donde cumplimos un deber pastoral al avivar nuestra fe en el Augusto Misterio del Altar recordando sucintamente la doctrina tradicional al respecto.


Esencia del Sacrificio de la Misa

El Sacrificio de la Misa consiste, pues, en la oblación del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo presente sobre el altar bajo las especies o apariencias de pan y vino. La esencia de ese Sacrificio está en la consagración de las dos especies, esto es, del pan y del vino separadamente; pues así la consagración representa y místicamente repite la muerte de Jesucristo operada en el Sacrificio de la Cruz. De ahí se ve que el Sacrificio de la Misa tiene una relación esencial con el Sacrificio de la Cruz cuya virtud salvífica se aplica a los hombres. Sin el Sacrificio de la Cruz la Misa sería incomprensible. Representaría algo inexistente.

Y por tanto, de su relación con el Sacrificio del Calvario le viene su excelencia y eficacia. De hecho, sustancialmente no hay distinción entre un Sacrificio y otro. La Víctima es la misma, Jesús en su adorable Humanidad. El Sacerdote que ofrece, igualmente es el mismo Jesucristo en la Cruz, El personalmente en la Misa, Él también, pero sirviéndose del ministerio del Sacerdote Jerárquico que le presta sus labios y sus manos para renovar la oblación de la Cruz. La diferencia está en la manera de la oblación que en la Cruz es con derramamiento de Sangre, y en la Misa incruenta.


La Comunión, parte integrante del Sacrificio

Como en todo Sacrificio aún no eucarístico la hostia ordénase a ser consumida por parte del Sacerdote y de los fieles. Acto que simboliza la amistad entre Dios y los hombres, amistad y unión que en el Sacrificio del Altar no es sólo un símbolo sino una realidad. De hecho mediante la Comunión hay una unión real entre Dios y el hombre, puesto que en la Comunión, Jesús, la Hostia de nuestros Altares se vuelve alimento de nuestras almas.

La importancia de la Comunión en la Misa es tan grande, que muchos la juzgan esencial al Sacrificio Eucarístico. La manera de expresar, sin embargo, del Concilio de Trento (Sess. XXII c. 6) deja entender que la Comunión pertenece a la integridad, no a la esencia del Sacrificio del Altar. Integridad que se obtiene con la Comunión del Celebrante, mas no exige la de los fieles, aunque ésta sea muy recomendable.

Pío XII, en “Mediator Dei”, es más explícito. “Se apartan de la verdad aquellos que capciosamente afirman que en el Sacrificio de la Misa se habla, no sólo de un sacrificio sino de un sacrificio y de un banquete de confraternización” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 563) y poco más adelante: “El Sacrificio Eucarístico por su naturaleza, es la inmolación incruenta de la Víctima divina, inmolación que está místicamente manifestada por la separación de las sagradas especies y su inmolación hecha al Eterno Padre.

La Sagrada Comunión pertenece a la integridad del Sacrificio y a la participación en él; y siendo absolutamente necesaria por parte del ministro sagrado, por parte de los fieles es solamente muy recomendable” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 563). Las Misas, pues, celebradas privadamente sin participación de los fieles no pierden el carácter de culto público y social, puesto que en ellas el Sacerdote actúa como representante de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico que se ofrece al Eterno Padre en nombre de toda la Iglesia.


Las herejías que atacan la Misa

Pasamos así a considerar el aspecto social del Sacrificio de la Misa. Pero antes hemos de alertar a nuestros amados hijos contra los errores de la herejía protestante y que, hoy día, insidiosamente se infiltran en medios católicos con gran perjuicio para las almas. De hecho, como enseña Pío XII, la pureza de la Fe y de la Moral deben brillar como características del Culto litúrgico, ya que es la Fe la que ha de determinar la forma de súplica: “lex credendi legem statuat suplicandi” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 524 y 541).

Así yerran los que consideran la Misa mera asamblea de los fieles para el culto divino, en la cual se hace una simple conmemoración de la Pasión y muerte de Jesucristo, o sea del Sacrificio ahora efectuado en el Calvario. Incurren igualmente en herejía los que aceptan la Misa como Sacrificio de alabanza y Acción de Gracias, mas le niegan cualquier carácter propiciatorio en favor de los hombres o los que fingen ignorar las relaciones esenciales que tiene la Misa con respecto a la Cruz y pretenden que aquello venga a ser una ofensa para ésta. Del mismo modo se apartan de la doctrina católica los que consideran la Misa, principalmente, un banquete del Cuerpo de Cristo.

Todas estas opiniones heréticas extenúan la verdad revelada, entibian los corazones, e impiden el florecimiento de una caridad ardiente cuya viva llama alimenta las renovaciones del acto inefable del amor de Jesucristo inmolado por nosotros, su presencia real sobre el altar y la posesión serena de la verdad.


El sacerdocio jerárquico y la Misa

Cuando decimos que la Misa es el Sacrificio de toda la Iglesia afirmamos que todos los fieles deben tomar parte en ella; no queremos con todo significar que el Sacrificio de la Misa sea obra de todos los miembros de la Iglesia, por cuanto en la sociedad sobrenatural creada por Nuestro Señor Jesucristo solamente los sacerdotes son los sacrificadores, solamente ellos pueden realizar el Sacrificio de la Misa. “Sólo a los Apóstoles (dice Pío XII) y a aquellos que de ellos o sus sucesores recibieran la imposición de manos, es conferido el poder Sacerdotal por cuya virtud así como representan delante del pueblo que les fue confiado, la Persona de Cristo, así también representan ese mismo pueblo delante de Dios” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 538).

Y en otro lugar: “La inmolación incruenta, por medio de la cual, después de pronunciadas las palabras de la Consagración, Jesucristo se torna presente en el Altar en estado de Víctima, es llevado a cabo por el Sacerdote solamente como representante de la Persona de Cristo y no en cuanto representante de la persona de los fieles” (A.A.S., vol. 39, p. 555).

Santo Tomás de Aquino aclara este punto con una de sus magistrales distinciones: A la objeción de que una Misa de un Sacerdote hereje, cismático o excomulgado es válida y no obstante es celebrada por una persona que está fuera de la Iglesia, y por eso mismo incapaz de actuar en su nombre, responde el Doctor Angélico que el Sacerdote en la Misa habla en nombre de la Iglesia a cuya unidad pertenece, en las oraciones. Mas en la consagración del Sacramento habla en nombre de Cristo, cuya vicegerencia obtiene por el Sacramento del Orden. Ora, continúa el Santo, el carácter sacramental, el Sacerdote no lo pierde aún cuando apostate de la verdadera Fe. Su sacrificio es válido; sus oraciones podrán no tener la eficacia que les daría el Cuerpo Místico en caso de orar en nombre de la Iglesia (“Suma Teológica”, cuestión 82, a 7 ad. 3).

No obstante en el acto sublime y singular de la oblación sacrificial, el pueblo tiene su participación con su voto, con su aprobación, como dice Inocencio III: “Lo que en particular se cumple por el ministerio de los Sacerdotes, universalmente es cumplido por el voto asentimiento de los fieles” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 554). De donde el hecho de participar en el Sacrificio Eucarístico no confiere a los fieles ningún poder Sacerdotal.

Pío XII declara que es muy necesario explicar bien esto al pueblo (cfr. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 38, p. 553). Y la razón es que aún ahora serpean en medio de los fieles tendencias inspiradas en la herejía de los protestantes, los cuales por sus tendencias igualitarias recusan toda jerarquía en la Iglesia y extienden a todo el pueblo el privilegio del Sacerdocio. “Efectivamente —dice el Papa— no falta quien en nuestros días aproximándose a errores ya condenados (cfr. Conc. Trento, Sess. XIII, e. 4) enseña que en el Nuevo Testamento no hay más que un solo Sacerdocio pasado a todos los bautizados y que el precepto dado por Jesús a los Apóstoles en la Última Cena de hacer lo que Él hizo, se refiere directamente a la Iglesia o Asamblea de fieles y sólo posteriormente de ahí nació el sacerdocio jerárquico” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 552).

Estamos, amados hijos, delante de un error pernicioso que una vez triunfante arrasaría por la base todo el edificio de la Iglesia Católica. Conviene por eso que insistamos sobre este punto.


El sacerdocio y la Sagrada Eucaristía

Además en la Iglesia hay una razón especial que justifica la intervención del sacerdocio jerárquico en los actos del culto divino. Y es que el centro al cual converge el culto católico es la fuente de donde dimana la vitalidad de la Iglesia, como hemos dicho, es la Santísima Eucaristía, Sacrificio que renueva la oblación reparadora del Hijo de Dios y Sacramento que los contiene real y verdaderamente como está en el Cielo. ¿Si en el Antiguo Testamento, el Arca de la Alianza, mera figura de las realidades futuras, exigía manos santificadas para tocarla, qué diremos de la Santísima Eucaristía?

Con razón Santo Tomás considera el sacerdocio por el Sacramento del Altar, de manera que jerarquiza los varios grados del Sacramento del Orden, según la mayor aproximación al Misterio del Altar. Por eso mismo la Sagrada Eucaristía, normalmente sólo debe ser dada por manos sacerdotales (“Suma Teológica”, sup., cuestión 37, a 2 y 4; cuestión 38, a 3). En el mismo orden de pensamiento, el Concilio Tridentino declara que la costumbre de recibir los laicos la Sagrada Eucaristía de las manos de los Sacerdotes procede de tradición apostólica y debe ser conservada (Sess. 13, e. 8).

Después de la explicación de Santo Tomás concluimos con evidencia que en la Misa hay: la consagración que el sacerdote realiza como representante de Cristo y hay las preces sacerdotales, especialmente las del canon que recita solo pero como representante de la Iglesia, de los fieles.

De manera que en el acto Sacrificial de la Misa, los fieles no toman parte. Es efectuado sólo por el sacerdote que en el momento representa la persona de Cristo. Y para ser capaz de ese acto recibió el sacerdote la misión sagrada en el Sacramento del Orden. Y de hecho la Iglesia es por institución divina una sociedad jerárquica que no puede ser concebida a la manera de las democracias regidas por el sufragio universal donde los gobiernos electos por el pueblo son mandados por la comunidad (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, p. 538; San Pío X, Enc. “Vehementer”).


Ornamentos, lengua, ceremonias

Todo lo que antecede está íntimamente ligado al empleo de una lengua no vulgar, para el culto, así como vestiduras especiales y ritos simbólicos privativos del celebrante. La razón es que los actos del culto divino deben manifestar en los gestos y en las palabras de que constan, la excelencia singular de Dios, el misterio de su naturaleza omniperfecta.

Y el hecho de exigir una persona sagrada, retirada del medio del pueblo (mundo) para dedicarse exclusivamente al servicio divino, de rodearse de circunstancias que claramente indican que se trata de un acto enteramente diferente de aquellos propios de la vida cotidiana, con lengua y trajes especiales, eleva a las almas a la consideración de que Dios Altísimo no puede confundirse con las creaturas, por más elevadas que sean.

Que no se diga que la Encarnación del Verbo aproxima al hombre a la divinidad. Es evidente que la encarnación muestra la bondad misteriosa e inefable de Dios que asoció la naturaleza humana a su vida tributaria. No se piense que semejante misericordia haya disminuido la majestad infinita o haya dispensado a los hombres del reconocimiento de la Soberanía Absoluta que el Altísimo mantiene sobre todas las creaturas y el misterio que envuelve su naturaleza y que los hombres reconocen a través de los actos del culto.

Tales consideraciones, que se fundan en el orden natural de las cosas, tanto que se verifican aún en los cultos supersticiosos, fueron reconocidas por la Iglesia desde los tiempos apostólicos. Y es lo que declara el Concilio Tridentino al mantener los ritos, las ceremonias y los ornamentos usuales en la celebración de la Santa Misa.

Y también al prohibir la lengua vulgar en el Sacrificio Eucarístico (Sess. 22 c. 5 y 8). Con idéntico pensamiento el Concilio Vaticano II manda que los curas de alma enseñen al pueblo a responder y decir en latín las partes del Ordinario de la Misa que le compete (“Sacrosantum Concilium”, inc. 54).


Desmitización

No es preciso, amados hijos, larga argumentación para mostrar cómo la tendencia a despojar a la Santa Misa de todo cuanto despierta el pensamiento de lo jerárquico, sagrado y misterioso sirve al movimiento de desmitización, última herejía que tiene el sabor ya no sólo de protestantismo, sino de progresismo, versión comunista de la doctrina católica, y que pretende desacralizar la Religión volviéndola cosa profana, vulgar, sin nada que pueda despertar en el hombre la idea de un Señor y Legislador supremo a quien se debe entera obediencia, sujeción y servicio, que estableció una jerarquía para el gobierno espiritual de los hombres.


Participación de los fieles

Firmemente establecida la función del Sacerdote en el Sacrificio del Altar, podemos sin recelo tratar de la participación de los fieles en el mismo. De hecho, sin incidir en los errores enunciados, debéis, amados hijos, considerar elemento esencial de vuestra vida, participar activamente en el Santo Sacrificio de la Misa, Siendo éste el acto central del culto divino y siendo nosotros, como siervos dedicados al servicio del Dios Altísimo, no queda duda de que la Misa debe ocupar el centro de toda nuestra existencia.

No queráis, por tanto, amados hijos, equipararos a los Sacerdotes que en la Iglesia os son superiores y como tales se aproximan al Altar “inferiores a Cristo y superiores al pueblo”, dice San Roberto Belarmino (Apud Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39 p. 553). En las palabras de Inocencio III tenemos la norma de la participación activa de los fieles en el Sacrificio del Altar: lo que realizan en particular los Sacerdotes debe hacerlo universalmente el pueblo “in voto”.

En el acto mismo sacrificial, esto es en la consagración, la participación del pueblo fiel no puede ir más allá del voto, o sea de aprobación interna, de unión de sus sentimientos a los del Sacerdote que celebra y a los del propio Cristo que es inmolado sobre el Altar.

Además en toda la Misa, el elemento esencial de la participación del fiel, consiste en unir sus propios sentimientos de adoración, acción de gracias, expiación e impetración, a los de Jesús al morir por nosotros, y que deben animar al Sacerdote que ofrece el Sacrificio.

Esta unión del culto interno, que se exterioriza en actos externos, es lo que hace provechosa la participación del fiel en la Misa. Similar es la participación del fiel en el Santo Sacrificio de la Eucaristía; al seguir los gestos y repetir las palabras que se dicen en el Altar, es considerado por Pío XII “rito vano y formalismo sin sentido” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 531).

Como se ve, la piedad eucarística del fiel depende de la recta comprensión de este punto. No es extraño que Pío XII le dé suma importancia. Subraya especialmente que aún en su expresión externa, como exige la naturaleza visible de la Iglesia, el culto es sobre todo interno o, en otras palabras, su elemento principal es lo interno.

Mas lo externo debe simultáneamente manifestar y excitar los sentimientos internos del alma. Debe proceder del amor de Dios y debe contribuir a aumentar la unión con Dios. Ya en el Antiguo Testamento, Dios rechaza los sacrificios meramente externos “y no apenas aquellos en que las víctimas por manchadas eran indignas del altar del Señor” (Malaquías, 1) y también aquellos en que se inmolaban animales puros, como dice Isaías (1,11).

En el Nuevo Testamento de modo general reprueba el Maestro a aquellos que honraban al Señor con los labios, manteniendo su corazón alejado (San Marcos, 7, 6). Comentando las palabras del Señor, dice Pío XII: “El Divino Maestro juzga que son indignos del templo sagrado, y deben ser expulsados los que presumen dar honra a Dios solamente con palabras afectadas y actitudes teatrales, persuadiéndose que pueden proveer a su eterna salvación sin arrancar de sus espíritus, por la raíz, sus vicios inveterados” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S, vol. 39, pág. 531).


El peligro del liturgismo

Completemos estas advertencias enumerando las aberraciones que un falso liturgismo esparció entre los fieles. Y como consecuencia del hecho nos urgió la necesidad de dedicarnos por esfuerzo propio, auxiliados por la gracia, ascesis y oraciones particulares a asimilar, por la práctica de las virtudes, los ejemplos y la vida de nuestro Divino Maestro.

“Efectivamente algunos reprueban totalmente las Misas privadas sin asistencia del pueblo como no conformes a la costumbre primitiva y no falta quien pretenda que los Sacerdotes no puedan ofrecer la Víctima, al mismo tiempo en varios altares, porque así disocian la comunidad y ponen en peligro su unidad; como tampoco faltan quienes llegan al extremo de decir que es necesaria la confirmación y ratificación del pueblo para que el Sacrificio pueda tener fuerza y eficacia” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, pág. 556).

Recordemos, a esta altura, que el Concilio Vaticano II, al extender su determinación a los casos de concelebración no obligó, excepto el Viernes Santo, a concelebrar a los sacerdotes que quisiesen celebrar. Mas reafirmó el derecho del sacerdote de celebrar privadamente a la misma hora y en la misma Iglesia (Const. “Sacrosantum Concilium”, nº 57).


La Comunión y nuestra santificación

Con la preparación ascética, en el combate a los vicios, a las malas inclinaciones, y la práctica de la virtud, aproximémonos a la Mesa del Señor, la Santísima Eucaristía, Hostia del Sacrificio del Altar y hecha para alimento de nuestras almas.

Es que en la Comunión está la participación más íntima y más útil en el Santo Sacrificio de la Misa. Aunque la Comunión en la Misa sea indispensable sólo para el Sacerdote, recomiéndase vivamente que los fieles comulguen no sólo espiritualmente sino también sacramentalmente, siempre que asistan al Santo Sacrificio. Si se habitúan a comulgar con tal frecuencia y con las disposiciones necesarias, es cierto que en breve se santificarán. Si eso no consiguen es porque no han dado toda la atención a las disposiciones necesarias para bien comulgar.


Disposición para comulgar

La primera de ellas es el estado de gracia, estado obtenido no sólo por un acto de contrición perfecta sino también a través del tribunal de la Penitencia, de la absolución sacramental, como ordena el Concilio de Trento (Sess. XIII, can. 11).

Si se trata de Comunión frecuente, pide San Pío X (Sagrada Congregación del Concilio, 20 diciembre de 1905) además del estado de gracia, una voluntad seria de progresar en la vida espiritual, sirviéndose mismo del Pan eucarístico como antídoto de las faltas cotidianas. No siempre pensamos en esta segunda condición. Sin embargo, en ella está el secreto de nuestra santificación, pues quien desea realmente progresar en su vida espiritual comienza reconociendo su flaqueza y evitando las ocasiones de pecado.

Además, no se concibe una verdadera contrición de los pecados en quien no evita las ocasiones de los mismos. No puede haber desapego del pecado en quien no se desapega de las ocasiones de recaída. En segunda instancia combate seriamente sus inclinaciones pecaminosas, su orgullo, su sensualidad, su amor propio, etc.


La Santísima Eucaristía y la caridad cristiana

Y muy particularmente cultiva la caridad porque la Santísima Eucaristía es el Sacramento del amor, de la unión sobrenatural que vincula a todos los fieles en un solo cuerpo; como los granos de trigo se unen para formar un solo pan, la Santísima Eucaristía une a todos los fieles en un solo Cuerpo Místico de Cristo (cfr. I Corintios, 10, 17). Cultivar la caridad no quiere decir tolerar todos los defectos, todos los vicios del prójimo. Muy al contrario, la caridad supone energía y bondad bien dosificadas para conseguir la verdadera enmienda del prójimo.

Resaltemos aquí, amados hijos, para vuestra edificación espiritual, que es muy común entre muchos católicos un error craso en la práctica de una pseudo caridad. Son de hecho, tales católicos, de una intolerancia total o casi total cuando está en juego su propia persona. No saben perdonar, como manda el gran precepto del Divino Maestro, las ofensas personales; aquellas que tenemos que resolver a conciencia antes de aproximarnos al altar, según lo manda el Salvador (San Mateo, 5, 24) y sin embargo son de una benignidad igual, sin límites, cuando el ofendido es Nuestro Señor en su doctrina o en su moral. Tienen todos los odios, todos los resentimientos, todas las aversiones contra los responsables de ultrajes que hieran su amor propio, su dignidad personal, y conviven en la más franca amistad con los apóstatas, los que abandonan totalmente los votos de su bautismo, con los herejes, los ateos; todos, en fin, que no reconociendo la verdadera Iglesia de Cristo, no prestan debida honra a la palabra de Dios.

Si semejante amistad buscase seriamente la conversión de los que se hallan en camino de condenación eterna, o fuese ordenada por la necesaria convivencia, todavía podría justificarse, siempre que se conservase en los límites indicados para tales fines. Por desgracia, amados hijos, no es eso lo que se da, sino que lleva esa amistad por motivos de orden natural y en lo que menos se piensa es el bien del alma, la conversión de extraviados, de los enemigos de Dios.


La caridad y el orden querido por Dios

Si en un examen de conciencia sincero, nos perturbamos porque a pesar de nuestras comuniones no progresamos en la santidad de nuestra vida, fijémonos en el capítulo de nuestros amores y nuestros odios y veamos si amamos seria y ardientemente el orden querido por Dios, los principios establecidos por la ley divina natural y positiva, y si consecuentemente odiamos profundamente el desorden implantado en la sociedad por los enemigos de Dios, por las sectas que clara o veladamente, en el mismo seno de la Iglesia, organizan la destrucción de la obra que Dios instauró en el mundo y Jesucristo vino a restaurar; y si procedemos de acuerdo con esos amores y esos odios.

Es bien posible que en semejante examen de conciencia descubramos la causa de la inutilidad de nuestras Misas y comuniones, o sea, del hecho de no avanzar un paso, a pesar de ellas. La Misa, amados hijos, es fuente de toda santidad. Pero pide (precisa) para hacer efectiva en el alma la santidad que de Ella dimana, una adhesión firme, serena y profunda a los amores y los odios de Nuestro Señor Jesucristo.

No precisamos decir, amados hijos, que en ese odio y aversión profunda contra el mal no existe ni puede existir el menor deseo de condenación eterna de quien quiera que sea. Nuestro odio debe ser como el del Divino Maestro, que castigaba siempre con el deseo ardiente de salvación eterna, aún de los enemigos de su Santo Nombre.



Acción de gracias

Además de la preparación, la acción de gracias después de la Comunión es medio eficacísimo para hacer más fructuosa y más intensa la unión con el Divino Salvador que acaba de tomar posesión del alma que lo recibió.

De hecho, nada produce mejor en el alma los frutos de la Sagrada Comunión que un suave coloquio del hombre con su Redentor; en el cual la creatura se deshace en loores y agradecimientos a Dios, cuya misericordia lo hace descender hasta su siervo, indigno pecador.

¿Cómo dejarían de ser útiles al alma, los sentimientos de humildad que nacen naturalmente de la consideración de la bondad divina y las propias ingratitudes? ¿Cómo dejarán de afirmarse los buenos propósitos en ese coloquio íntimo, cuando el alma está con su Divino presente como alimento de su fortaleza? Por eso los libros de piedad se esfuerzan por auxiliar a los fíeles en la acción de gracias después de la Comunión.

Y es Pío XII quien alaba “aquellos que, recibido el alimento eucarístico se quedan aún después de despedida la Asamblea de los fieles, en íntima familiaridad con el Divino Redentor no sólo para entretenerse suavemente con Él, sino también para agradecer y alabar y especialmente pedir ayuda para alejar de sí todo lo que pueda disminuir la eficacia del Sacramento y para hacer de su parte todo lo que pueda favorecer la acción tan presente de Jesús” (Enc. “Mediator Dei”, A.A.S., vol. 39, págs. 567 568).

Recomendamos, pues, insistentemente a nuestros carísimos Sacerdotes que no permitan que sus auxiliares despidan a los fieles inmediatamente después del Santo Sacrificio especialmente en las Misas vespertinas. Deben dejar, a los que comulgan, permanecer tranquilos en el templo en su coloquio de acción de gracias al Señor, presente en sus corazones.


Publicado en la Revista ROMA nº 71,
de mayo-junio de 1971.


jueves, 1 de abril de 2010

Qué es el laicismo


LAICISMO


No hay posición más radicalmente anticatólica que aquella que se empeña en establecer un estado laico, o sea, una estructura de orden político-social neutra en materia religiosa; y esto por principio. En otras palabras: el estado sólo es legítimo cuando no cuida de la religión.

La religión sería considerada por el Estado de la misma manera que el deporte, actividad en que cada cual toma la dirección que más le gusta o conviene.

Como en todas las actividades de libre elección, así en religión, el poder civil sólo podría —y debería— intervenir para asegurar la convivencia pacífica de todas las personas residentes en el país.

El Estado como tal no podría profesar o imponer determinada religión; traemos por ejemplo el caso de Italia, que tenía concertado con la Santa Sede el Tratado de Letrán, por el cual la Religión verdadera de Nuestro Señor Jesucristo era la religión oficial del Estado Italiano; pues bien, en la revisión del mismo, la modificación hecha en este punto fue para eliminar dicha disposición.

De común acuerdo con el Vaticano de Juan Pablo II, Italia dejó de ser un estado católico. Apostató, que eso significa echar del trono al Soberano Señor del Cielo y de la Tierra, para instalar allí la cambiante voluntad humana.

Semejante apostasía da muestras de ser definitiva.

Ahora, los órganos oficiales de la Iglesia Católica, como la Conferencia Nacional de los Obispos de Brasil (CNBB), se empeñan en hacer oír sus voces (las suyas y las de todos los fieles) en la elaboración de nuestra nueva Carta Magna. Así podemos ver reivindicaciones tales como la del capítulo de “Libertad religiosa”: “…derecho a la libre opción de concepciones religiosas, filosóficas o políticas…”

¿Qué es esto sino declarar que el Estado, la sociedad política, tiene derecho de ser ateo? ¿Tiene derecho de decir que Dios no existe, que Él no es el Señor del Universo, Creador de todas las cosas?

Y llegamos a un dilema: o lo que hay o existe tiene su origen en Dios, que lo creó —y por eso es el Supremo Señor, a Quien debemos culto y reverencia— o todo lo que ahí está no se sabe con certeza de dónde vino.

De donde el estado laico, o Laicismo de Estado, es la posición más anticatólica posible.

Pues bien, esta posición es objeto de extensa propaganda por parte de les organismos “católicos” de todo el país.

miércoles, 27 de enero de 2010

Declaración


DECLARACIÓN DE BUENOS AIRES

(2 de diciembre de 1986)


Roma nos hizo preguntar si teníamos la intención de declarar nuestra ruptura con el Vaticano con motivo del Congreso de Asís.

La cuestión nos parecería más bien deber ser la siguiente: “¿Creen y tienen la intención de declarar que el Congreso de Asís consuma la ruptura de las Autoridades romanas con la Iglesia Católica?”

Puesto que es eso lo que preocupa a los que siguen siendo católicos.

Es bien evidente, en efecto, que desde el Concilio Vaticano II el Papa y los episcopados se alejan siempre más claramente de sus antecesores.

Todo lo que fue puesto en obra por la Iglesia en los últimos siglos para defender la fe, y todo lo que ha sido realizado para difundirla por los misioneros, hasta el martirio inclusive, de ahora en más es considerado como una falta, de la cual la Iglesia debería acusarse y hacerse perdonar.

La actitud de los once Papas que desde 1789 hasta en 1958, en documentos oficiales, condenaron la Revolución liberal, se considera como “una falta de inteligencia del aliento cristiano que inspiró la Revolución”.

De ahí la vuelta completa de Roma desde el Concilio Vaticano II, que nos hace repetir las palabras de Nuestro Señor a los que venían a arrestarlo: “Hæc est hora vestra et potestas tenebrarum” (San Lucas, 22, 52-53: Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas).

Adoptando la religión liberal del protestantismo y de la Revolución, los principios naturalistas de Jean Jacques Rousseau, las libertades ateas de la Constitución de los Derechos humanos, el principio de la dignidad humana no teniendo más relación con la verdad y la dignidad moral, las autoridades romanas vuelven la espalda a sus antecesores y rompen con la Iglesia Católica, y se ponen al servicio de los destructores de la Cristiandad y del Reino universal de Nuestro Señor Jesucristo.

Los actos actuales Juan Pablo II y de los episcopados nacionales ilustran año tras año este cambio radical de concepción de la fe, de la Iglesia, del sacerdocio, del mundo, de la salvación por la gracia.

El colmo de esta ruptura con el magisterio anterior de la Iglesia se realizó en Asís, después de la visita a la Sinagoga. El pecado público contra la unicidad de Dios, contra el Verbo Encarnado y Su Iglesia hace estremecer de horror: Juan Pablo II animando a las falsas religiones a rogar a sus falsos dioses: escándalo sin medida y sin precedentes.

Podríamos retomar aquí nuestra Declaración del 21 de noviembre de 1974, que permanece más actual que nunca.

En cuanto a nosotros, permaneciéndonos indefectiblemente unidos a la Iglesia católica y romana de siempre, nos vemos obligados a comprobar que esta Religión modernista y liberal de la Roma moderna y conciliar se aleja siempre aún más de nosotros, quienes profesamos la fe católica de los once Papas que condenaron esta falsa religión.

La ruptura no viene, pues, de nosotros, sino de Pablo VI y de Juan Pablo II, que rompen con sus antecesores.

Este renegar de todo el pasado de la Iglesia por estos dos Papas y por los obispos que los imitan es una impiedad inconcebible y una humillación insoportable para los que siguen siendo católicos en la fidelidad a veinte siglos de profesión de la misma fe.

Consideramos, pues, como nulo todo lo que ha sido inspirado por este espíritu de renuncia: todas las reformas posconciliares, y todos los actos de Roma que se realizan en esta impiedad.

Contamos con la gracia de Dios y el sufragio de la Virgen fiel, de todos los mártires, de todos los Papas hasta el Concilio, de todos los santos y santas fundadores y fundadoras de Órdenes contemplativas y misioneras, para que nos ayuden en la restauración de la Iglesia por la fidelidad íntegra a la Tradición.


Monseñor Marcel Lefebvre y Monseñor Antonio de Castro Mayer

miércoles, 6 de enero de 2010


NUEVA ETAPA

Publicado en la Revista ROMA nº 94,
de junio de 1986


En Suiza, Juan Pablo II declaró que el Concilio Vaticano II abrió, para toda la Iglesia, una nueva etapa del camino (L'Os. Rom., ed. sem. port., 24684, p. 12, col. 4). Ya al clausurar el mismo Concilio, Paulo VI alegrábase por el hecho de que el Concilio mostrara una “inmensa simpatía” por la promoción del hombre moderno (Al. 1121965, nº 8).

Dados esos precedentes, somos llevados a ver en las actitudes de Juan Pablo II, en los últimos viajes a África y a Suiza, ejemplificaciones de la “nueva etapa” abierta a la Iglesia por el segundo Concilio Vaticano.

En Papúa-Guinea, en la Misa papal, una joven de 18 años, estudiante de colegio católico, hizo la primera lectura. Cubríase sólo con un cinturón de hojas y llevaba todo el busto descubierto. Evidentemente, ese episodio formó parte de la programación de la visita papal, de acuerdo con la comitiva del visitante. L'Os. Rom., diario del Vaticano, comentó: “Vestidos típicos reducidos de este pueblo... para el cual la desnudez es expresión de vida simple de relación humana que no conoce ambigüedad” (Cfr. "Sí Sí No No", año X, 651984, p. 2, col. :).

¡Hubiera Dios consultado a esa comitiva papal cuando hizo vestidos de pieles para Adán y Eva, a fin de corregir la exigüidad de los taparrabos!

En Tailandia, Juan Pablo II fue a visitar el célebre templo budista de la Capital, donde, sin obtener ninguna correspondencia, hizo una reverencia al patriarca de la secta, nirvanamente sentado, teniendo detrás una estatua de Buda.

En Suiza, Juan Pablo II empeñóse en visitar todas las agremiaciones religiosas no católicas (Cfr. L’Os. Rom., ed. sem. port., 2461984). Tuvo cuidado de no herir la susceptibilidad de los no católicos, con una afirmación nítida de que solamente la Iglesia Católica es la verdadera iglesia, en la cual y por la cual se presta a Dios el culto legítimo y se obtiene la salvación eterna. O sea: colocóse bien dentro del Ecumenismo postconciliar, heredero de la opinión de Paulo VI, de que todas las religiones tienen un fondo común (Cfr. Jean Guitton, Diálogos con Pablo VI).

Si ésta es la nueva etapa abierta por el segundo Concilio del Vaticano, el católico no puede aceptarla, pues la Iglesia fue constituida para conservar íntegra la genuina doctrina tradicional apostólica y no para deturparla.

A los desnudos debemos vestirlos, como consecuencia del pecado original. Y seremos juzgados de acuerdo con el cumplimiento de este deber (Mt. 25, 33 y 43).

A los ignorantes – especialmente en materia religiosa – debemos enseñarles y no confirmarlos en el error en que están (2º Cat. de las Prov. Mer. del Brasil, 5ª parte, libr. 3, lecc. 4).

Es con gran pesar que registramos estos hechos. No hacerlo sería pecar por omisión, en el cumplimiento del deber que tiene todo fiel de velar para que, en la Iglesia, se mantenga íntegra y pura la Tradición Apostólica.

viernes, 25 de diciembre de 2009


CARTA DE PRESENTACIÓN
DEL MANIFIESTO EPISCOPAL

21 de noviembre de 1983


Muy Santo Padre:

Que Su Santidad nos permita someterle las siguientes reflexiones con una franqueza muy filial.
La situación de la Iglesia es tal, desde hace veinte años, que aparece como una ciudad ocupada.

Millares de miembros del clero y millones de fieles viven en la angustia y la perplejidad, debido a la “autodestrucción de la Iglesia”.

Los errores contenidos en los documentos del Concilio Vaticano II, las reformas post conciliares, especialmente la Reforma litúrgica, las falsas concepciones difundidas por documentos oficiales, los abusos de poder realizados por la jerarquía, los sumen en el desorden y el desasosiego.

En estas circunstancias dolorosas, muchos pierden la fe, la caridad se enfría, el concepto de la verdadera unidad de la Iglesia desaparece en el tiempo y en el espacio.

En nuestra calidad de Obispos de la Santa Iglesia Católica, sucesores de los Apóstoles, nuestros corazones se desconciertan a la vista de tantas almas, en todo el mundo, desorientadas y con todo deseosas de permanecer en la fe y la moral que han sido definidas por el Magisterio de la Iglesia y que por ella se enseñaron de una manera constante y universal.

Callarnos en estas circunstancias nos parecería convertirnos en cómplices de estas malas obras (2 Jn 11).

Esta es la razón por la que, considerando que todas las gestiones que hicimos en privado desde hace quince años siguen siendo inútiles, nos vemos obligados a intervenir públicamente ante Su Santidad, con el fin de denunciar las causas principales de esta situación dramática y suplicarle usar de su poder de Sucesor de Pedro “para confirmar a sus hermanos en la fe” (Lucas 22, 32) que nos ha sido fielmente transmitida por la Tradición apostólica.

A tal efecto nos permitimos adjuntar a esta carta un Anexo que contiene los errores principales, que son la causa de esta situación trágica y que, por otra parte, ya han sido condenados por sus antecesores.

La lista que sigue da los enunciados, pero no es exhaustiva:

I. Una concepción “latitudinarista” y ecuménica de la Iglesia, dividida en su Fe, condenada particularmente por el Syllabus, nº 18 (DS 2918).

II. Un Gobierno colegial y una orientación democrática de la Iglesia, condenada especialmente por el Concilio Vaticano I (DS 3055).

III. Una falsa concepción de los derechos naturales del hombre que aparece claramente en el documento de la Libertad Religiosa, condenada especialmente por Quanta cura (Pío IX) y Libertas praestantissimum (León XIII).

IV. Una concepción errónea del poder del Papa (DS 3115).

V. La concepción protestante del Santo Sacrificio de la Misa y de los Sacramentos, condenada por el Concilio de Trento (sess. XXII).

VI. Por fin, de manera general, la libre difusión de las herejías, caracterizada por la supresión del Santo Oficio.

Los documentos que contienen estos errores causan un malestar y un desasosiego, tanto más profundos cuanto que provienen de una fuente más elevada. Los clérigos y los fieles más conmovidos por esta situación son, por otra parte, los más unidos a la Iglesia, a la autoridad del Sucesor de Pedro, al Magisterio tradicional de la Iglesia.

Muy Santo Padre, es urgente que este malestar desaparezca, ya que el rebaño se dispersa y las ovejas abandonadas siguen a los mercenarios. Le conjuramos, por el bien de la fe católica y la salvación de las almas, reafirmar las verdades contrarias a estos errores, verdades que han sido enseñadas durante veinte siglos por la Santa Iglesia.

Es con los sentimientos de San Pablo frente a San Pedro cuando le acusaba de no seguir “la verdad del Evangelio” (Gálatas 2, 11-14) que nos dirigimos a Vos. Nuestro objetivo es solamente proteger la fe de los fieles.

San Roberto Bellarmino, expresando a este respecto un principio de moral general, afirma que se debe resistir al Pontífice cuya acción sería nociva a la salvación de las almas (De Rom. Pon. 1. 2, c. 29).

Es pues con el fin de ayudar a Su Santidad que lanzamos este grito de alarma, vuelto más vehemente aún por los errores del Nuevo Derecho Canónico, por no decir las herejías, y por las ceremonias y los discursos del quinto centenario del nacimiento de Lutero. Verdaderamente, la medida está llena.

Que Dios venga en vuestra ayuda, muy Santo Padre, rogamos sin cesar, a Vuestra intención, a la Bienaventurada Virgen María.

Dígnese aceptar nuestros sentimientos de dedicación filial.


Río de Janeiro, 21 de noviembre de 1983,
Fiesta de la Presentación de la Santísima Virgen.



Marcel Lefebvre, antiguo Arzobispo-Obispo de Tulle.
Antonio de Castro Mayer, Obispo de Campos.

jueves, 24 de diciembre de 2009


CARTA AL PAPA PABLO VI
SOBRE LA NUEVA MISA


Beatísimo Padre:

Habiendo examinado atentamente el Novus Ordo Missæ que entrará en vigor el próximo día 30 de noviembre, después de mucho rezar y reflexionar juzgué mi deber, como sacerdote y como obispo, presentar a Su Santidad mi angustia de conciencia, y formular, con la piedad y confianza filiales que debo al Vicario de Jesucristo, una súplica.

El Novus Ordo Missæ, por las omisiones y cambios que introduce en el Ordinario de la Misa y por muchas de sus normas generales que indican el concepto y la naturaleza del nuevo Misal, en puntos esenciales no expresa como debería la Teología del Santo Sacrificio de la Eucaristía, establecida por el Sacrosanto Concilio de Trento en su sesión XXII.

Es éste un hecho que la simple catequesis no consigue contrapesar. Remito anexas las razones que, a mi modo de ver, justifican esta conclusión.

Los motivos de índole pastoral que, eventualmente, podrían ser alegados en favor de la nueva estructura de la Misa, en primer lugar, no pueden llegar al punto de dejar en el olvido los argumentos de índole dogmática que militan en sentido contrario; y en segundo lugar, no parecen procedentes.

Los cambios que han preparado el Novus Ordo Missæ no han contribuido a aumentar la Fe y la piedad de los fieles. Al contrario, nos han dejado temerosos, aprensión aumentada por el Novus Ordo, por cuanto éste abonó la idea de que no hay nada inmutable en la Santa Iglesia, ni siquiera el Santo Sacrificio de la Misa

Además, como señalo en las hojas adjuntas, el Novus Ordo no sólo no acentúa, sino que extingue la fe en las verdades centrales de la vida católica, como la Presencia Real de Jesús en la Santísima Eucaristía, la realidad del Sacrificio propiciatorio, o el sacerdocio jerárquico.

Cumplo así un imperioso deber de conciencia suplicando humilde y respetuosamente a Su Santidad que se digne, mediante un acto positivo que elimine cualquier duda, autorizarnos a continuar con la utilización del Ordo Missæ de San Pío V, cuya eficacia en la dilatación de la Santa Iglesia, y en el fervor de sacerdotes y fieles, recuerda Su Santidad con tanta unción.

Estoy seguro de que la Paternal Benevolencia de Su Santidad no dejará de disipar las perplejidades que angustian mi corazón de sacerdote y obispo.

Postrado a los pies de Su Santidad con humilde obediencia y filial piedad, imploro Vuestra Bendición Apostólica.


CONSIDERACIONES SOBRE
EL NOVUS ORDO MISSÆ


El nuevo Ordo Missæ consta de normas generales y del texto del Ordinario de la Misa. Unas y otro proponen una Nueva Misa que no responde suficientemente a las definiciones del Concilio de Trento al respecto, y por eso mismo constituye un grave peligro para la integridad y pureza de la Fe católica.

Aquí examinamos apenas algunos puntos que, nos parece, demuestran lo que afirmarnos.


1. Noción de Misa

En el nº 7, el Novus Ordo da la siguiente definición de Misa: “La Cena del Señor o Misa es la sagrada asamblea o reunión del pueblo de Dios, bajo la presidencia del sacerdote, para celebrar el memorial del Señor Por ello, para esta reunión de la santa iglesia local vale de modo eminente la promesa de Cristo: «Allí donde dos o tres estuvieren reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt. 18, 20)”.

En esta definición:

a) Se insiste en la Misa como cena. Este concepto de la Misa se repite con frecuencia todo a lo largo de las normas generales (cfr. v. gr., nnº 8, 48, 55d, 56, etc.).

Parece incluso que la intención del nuevo Ordo Missæ es inculcar este aspecto de la Misa, lo cual se hace en detrimento del otro esencial, esto es, que la Misa es un sacrificio.

b) De hecho, en la cuasi-definición de Misa del nº 7 no se declara el carácter de sacrificio de la Misa,

c) Del mismo modo que no se subraya el carácter sacramental del sacerdote, que lo distingue de los fieles.

d) Además, nada se dice del valor intrínseco de la Misa independientemente de la presencia de la asamblea. Más bien da a entender que no hay Misa sin congregatio populi [reunión del pueblo], pues es la congregatio la que define la Misa.

e) Finalmente, el texto deja abierta una confusión entre la Presencia Real y la presencia espiritual, por cuanto aplica a la Misa el texto de San Mateo, en el cual sólo se trata de la presencia espiritual.

El equívoco entre la Presencia Real y la presencia espiritual, señalado en el nº 7, se ve confirmado por lo que dice el nº 8, que divide la Misa en “Misa de la Palabra” y “Misa del Cuerpo del Señor”, e igualmente oculta el carácter de sacrificio que es principal en la Misa, puesto que la Cena no pasa de ser una consecuencia, como puede deducirse del canon 3 de la XXII sesión del Concilio de Trento.

Entendemos que los dos textos del Vaticano II citados en nota no justifican la noción de Misa propuesta en el texto.

Entendemos también que algunas expresiones, más o menos incidentales, en las cuales tienen lugar afirmaciones como ésta de que en el altar “se hace presente el sacrificio de la cruz en los signos sacramentales” (nº 259) no son suficientes para disipar un concepto equívoco inculcado al describirse la Misa (nº 7) y en muchos otros lugares de las normas generales.


2. Finalidad de la Misa

La Misa es un sacrificio de alabanza a la Santísima Trinidad.

Tal finalidad no aparece, de modo explícito, en el nuevo Ordo. Al contrario, todo lo que en la Misa de San Pío V destacaba este fin del Sacrificio, ha sido suprimido del nuevo Ordo.

Así, las oraciones Suscipe, Sancta Trinitas del Ofertorio, o la oración final Placeat tibi, Sancta Trinitas; igualmente, el Prefacio de la Santísima Trinidad dejó de ser el Prefacio del domingo, día del Señor.

Además de Sacrificium laudis SS. Trinitatis, la Misa es un Sacrificio propiciatorio. Sobre ese carácter, contra los errores de los protestantes, insiste mucho el Tridentino (cap. 1 y can. 3).

Tal finalidad no aparece explícita en el nuevo Ordo. Aquí y allá aparece una u otra expresión que podría entenderse que envuelve ese concepto. Jamás aparece sin sombra de duda. Y está ausente cuando las normas declaran la finalidad de la Misa (nº 54).

De hecho, no es suficiente, para atender a la Teología de la Misa establecida por el Tridentino, afirmar que ésta colma la “santificación”. No está claro que este concepto envuelva necesariamente el otro, de propiciación.

Además, la intención propiciatoria, bien indicada en la Misa de San Pío V, desaparece de la Nueva Misa. Las oraciones del Ofertorio Suscipe, Sancte Pater u Offerimus, Tibi..., y la de bendición del agua Deus qui humanæ substantiæ... reformasti fueron sustituidas por otras que nada hablan de propiciación. Inculcan más el sentido de banquete espiritual: panis vitæ [pan de vida] y potus spiritualis [bebida espiritual].


3. Esencia del Sacrificio

La esencia del Sacrificio de la Misa está en la repetición de lo que hizo Jesús en la Última Cena, y no en la mera narración, aunque esté acompañada de gestos.

Los moralistas advierten que no basta con relatar históricamente lo que hizo Jesús. Es necesario pronunciar las palabras de la consagración con intención de repetir lo que Jesús realizó, pues el sacerdote, al celebrar, representa a Jesucristo, obra in persona Christi.

En el nuevo Ordo no se tiene en cuenta tal precisión, que sin embargo es esencial. Por el contrario, en el pasaje en que se subraya la parte narrativa, nada se dice de la parte propiamente sacrificial.

Así, al exponer las Preces Eucarísticas, habla de narratio institutionis [narración de la institución] (nº 54d), de manera que las expresiones Ecclesia memoriam ipsius Christi agit [la Iglesia hace memoria del mismo Cristo] y la otra del final de la consagración Hoc facite in meam commemorationem [haced esto en conmemoración mía] tienen el sentido indicado por la explicación dada anteriormente en las normas generales (nº 54d).

Entendemos que la frase final de la consagración, Haec quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis [siempre que hiciereis esto, hacedlo en memoria mía] era mucho más expresiva para decir que, en la Misa, se repetía la acción de Jesucristo.

Añadamos que la introducción, entre las palabras esenciales de la consagración y las expresiones Accipite et manducate ex hoc omnes [tomad y comed todos de él] y Accipite et bibite ex eo omnes [tomad y bebed todos de él], lleva la parte narrativa hasta el interior del mismo acto sacrificial.

En la Misa de San Pío V el texto y los gestos orientaban naturalmente al sacerdote hacia una acción sacrificial propiciatoria, casi le imponían la intención al sacerdote que celebraba. Y así, la lex supplicandi [ley de la oración] se conformaba perfectamente a la lex credendi [ley de la fe].

No se puede decir lo mismo del nuevo Ordo Missæ cuando, dada la importancia del acto, más en los tiempos modernos excesivamente trepidantes, y dadas además las condiciones psicológicas de las nuevas generaciones, el Ordo Missæ debería facilitar al celebrante el tener presente la intención necesaria para realizar válida y dignamente el acto del Santo Sacrificio.


4. Presencia Real

El Sacrificio de la Misa está íntimamente ligado a la Presencia Real de Jesucristo en la Santísima Eucaristía. Ésta es consecuencia de aquél.

En la transustanciación se opera el cambio de sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Salvador, y se realiza el sacrificio.

Como consecuencia, permanece en el altar la víctima perenne. La Santísima Eucaristía no es más que la Hostia del Sacrificio, que permanece una vez pasado el acto sacrificial.

El nuevo Ordo, desde la definición de la Misa (nº 7), alimenta una ambigüedad sobre la Presencia Real, más o menos confundida con la presencia meramente espiritual en la oración de dos o tres congregados en nombre de Jesús.

Después de la supresión de casi todas las genuflexiones – forma tradicional de adorar entre los latinos –, la acción de gracias en posición de sentado, la posibilidad de celebración sin la piedra del ara en una simple mesa, la equiparación del manjar eucarístico con el manjar espiritual... todo contribuye a oscurecer la fe en la Presencia Real.

La última consideración sobre la equiparación entre el manjar eucarístico y el manjar espiritual deja en el aire la idea de que la Presencia de Jesús en la Santísima Eucaristía consiste en el uso, como acontece con la Palabra de Dios. Y de ahí a resbalar hacia el error de los luteranos no es tan difícil, especialmente en una sociedad poco dada a la reflexión de orden trascendente.

La misma conclusión se ve favorecida por la función del altar: es sólo una mesa, donde no hay, normalmente, lugar para el Sagrario, en el cual habitualmente se conserva la Víctima del Sacrificio.

También la disciplina que conduce a los fieles a comulgar de la misma Hostia que el celebrante, de por sí da lugar a la idea de que, finalizado el sacrificio, ya no hay lugar a la Sagrada Reserva.

De este modo, toda la disposición del nuevo Ordo Missæ no sólo no favorece la fe en la Presencia Real, sino que la disminuye.


5. Sacerdocio jerárquico

Define el Concilio de Trento que Jesús instituyó a sus Apóstoles sacerdotes para que ellos y otros sacerdotes, sus sucesores, ofreciesen su Cuerpo y Sangre (can. 2, sesión XXII), de manera que la realización del Sacrificio de la Misa es un acto que exige la ordenación sacerdotal.

Por otro lado, el mismo Concilio de Trento condena la tesis protestante que convierte a todos los cristianos en sacerdotes del Nuevo Testamento.

Se ve pues que, según la fe, sólo el sacerdote jerárquico es capaz de realizar el Sacrificio de la Nueva Ley.

Esta verdad está diluida en el nuevo Ordo Missæ.

En este Ordo la Misa es más del pueblo que del sacerdote.

Si es también del sacerdote, es porque éste forma parte de la multitud.

No aparece como mediador ex hominibus [tomado de entre los hombres para aquellas cosas que se refieren a Dios], inferior a Jesucristo y superior a los fieles, como dice San Roberto Belarmino. Él no es el juez que absuelve, es simplemente el hermano que preside.


6. Conclusión

Otras observaciones podríamos hacer que confirmarían lo que arriba hemos dicho.

Juzgamos, sin embargo, que las cuestiones apuntadas son suficientes para mostrar que el nuevo Ordo Missæ no se ajusta a la Teología de la Misa, establecida de modo definitivo por el Concilio de Trento, y por ello constituye un grave peligro para la pureza de la Fe.

martes, 15 de diciembre de 2009

Juzgar al Papa


MUNDANIZACIÓN

Juan Pablo II da la impresión de haber fijado, como norma de gobierno, la aceptación, la asimilación del mundo moderno. Esto, por otra parte, de acuerdo con el propósito que anunció Pablo VI en el discurso de clausura del Concilio Vaticano II.

Semejante mundanización choca con innumerables expresiones, en las que el Divino Maestro condena al mundo. No es de extrañar, pues, que muchas actitudes actuales del Papa sean objeto de comentarios y críticas de escritores católicos.

De ahí el “escándalo” de muchos cristianos, que acusan: “Ellos critican hasta al Papa”. “Ellos”, los tradicionalistas.

Hagamos algunas observaciones sobre este comentario.

Recordemos ante todo que el hombre es conducido al bien por las acciones propias de su naturaleza racional. O sea, su voluntad necesita del esclarecimiento de la inteligencia para amar y adherir al bien, y así actuar como hombre: la voluntad se inclina al bien propuesto por la inteligencia como tal.

Por otra parte, es en el seno de la sociedad que el hombre se encamina a su destino eterno. Manda, en consecuencia, la caridad que, unos a los otros, los individuos se auxilien, para discernir el bien del mal, evitar a éste y seguir a aquél.

De ahí que la crítica de ciertas actitudes, incluso del Papa —por supuesto hecha con acatamiento y respeto de su Persona— es hasta obligatoria. No olvidemos que el escándalo es tanto mayor cuanto de más alto procede.

Así, no se está “juzgando” al Papa, cuando se señala la herejía propagada por Él, al sentarse en la sinagoga en paridad de condiciones, con el rabino jefe, como si fuesen representantes de dos religiones que se equivalen.

Destacar este y otros escándalos no es juzgar al Papa.

Es auxiliar a los fieles a evitar la asimilación del error contenido en el ejemplo papal.

Bajo otro aspecto, tal censura es una profesión de Fe, que nos es obligatoria, cuando ésta es profanada u oscurecida.