sábado, 21 de noviembre de 2009

Vicario de Cristo


ESCRITOS DE MONSEÑOR
ANTONIO DE CASTRO MAYER

Monseñor Antonio de Castro Mayer nació el 20 de junio de 1904 en la ciudad paulista de Campiñas. Fue ordenado sacerdote el 30de octubre de 1927. El Papa Pío XII lo nombró, el 6 de marzo de 1948, obispo titular de Priene, recibiendo la consagración episcopal el 23 de mayo.

El 3 de enero de 1949, el mismo Sumo Pontífice le confió la diócesis de Campos, en el Estado de Río de Janeiro. Rigió su grey con espíritu sobrenatural, gran sabiduría y encendido celo apostólico durante casi cuarenta años.

Al final de su vida reunió a sus sacerdotes fieles a la Tradición, transformando Campos en un bastión del Catolicismo íntegro, obediente al magisterio pontificio de los veinte siglos católicos, pero resistente a los errores conciliares, e hizo de su casa un seminario.

Dotado de una clarividencia notable, su mirada de águila descubre, ya una década antes de la inauguración del Concilio Vaticano II, el rumbo del modernismo redivivo, revestido con ropajes de un falso progreso, que se denominó progresismo.

Con fecha de la fiesta de la Epifanía de 1953 sale a la luz su carta pastoral sobre los Problemas del Apostolado Moderno, seguida de un compendio de Verdades oportunas que se oponen a los errores contemporáneos, un clásico sobre la crisis religiosa de nuestro tiempo.

Allí el obispo de Campos condena las novedades envenenadas que iban a enseñorearse del mundo “católico” a resultas del Concilio antimariano de 1962-1965, y expone la recta doctrina que es el antídoto de los desvíos señalados.

Es uno de los pocos que dan importancia a los errores antilitúrgicos —ya en enero de 1953— pues empieza la exposición con el enunciado y refutación de los yerros que atentan contra el culto católico.

También da enseñanzas certeras sobre la estructura de la Iglesia, métodos de apostolado, vida espiritual, “moral nueva”, Estado católico, etc.

No transó con la apostasía, ni con los errores, ni con el mal. “La intransigencia es a la virtud lo que el instinto de conservación es a la vida. Una virtud sin intransigencia o que odia la intransigencia no existe, o conserva apenas la exterioridad. Una fe sin intransigencia, o está muerta, o sólo vive exteriormente, porque perdió el espíritu”. (Pastoral citada).

IPSA CONTERET”, reza su escudo episcopal. Estas dos palabras muestran claramente su fe mariana. Ipsa conteret caput tuum. La Santísima Virgen aplasta la cabeza de la serpiente infernal. Teniendo ante sus ojos esta verdad, el gran obispo siempre supo que el Inmaculado Corazón de María vencerá la Revolución anticristiana, para que resuene triunfal: Christus vincit, Chrístus regnat, Christus, Christus imperat.


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UN OBISPO RECUERDA:
VICARIO DE CRISTO


Así identificamos el Papa. Así lo definieron los Concilios, como el de Florencia y el Vaticano I.

Como Vicario de Jesucristo, el Papa es la cabeza de la Iglesia. Jesús ha edificado Su Iglesia sobre la roca de Pedro, y el Papa es el Sucesor de San Pedro en el cargo de Jefe; de ahí la frase “ubi Petrus ibi Ecclesia”, para indicar que, donde está el Papa, allí está la Iglesia. Por eso el Concilio Vaticano I pone de relieve que al Papa se le debe obediencia no sólo en cuestiones de fe y de costumbres sino también en aquellas que tienen que ver con la disciplina y el gobierno de la Iglesia, y declara que en la comunión con el Papa conservamos la unión con la Iglesia.

En efecto, el Papa es esencialmente el Vicario de Jesucristo. En otras palabras, asume la Persona de Jesucristo; hace las veces de El. Se le deben la docilidad y la obediencia debidas a Jesucristo, al cual representa. Sin embargo, su poder, su jurisdicción, son vicarios. El poder, de suyo, es de Jesucristo porque, como escribió el Papa Inocencio III al Patriarca de Constantinopla el 12 de noviembre de 1199, “el primero y principal fundamento de la Iglesia es Jesucristo". Pero el Divino Salvador ha confiado Su poder al Papa: “Así como el Padre me ha enviado, así os envío yo a vosotros” dijo a Sus Apóstoles, especialmente a su Jefe, San Pedro. Esa delegación fue conferida en manera permanente y para siempre, con el fin de que el Papa ejercite en Su lugar, haciendo las veces de Él: vices eius gerens.

Ese es un aspecto esencial del Papado; no puede olvidárselo. Olvidarlo puede acarrear consecuencias nefastas. Puede llevar a una persona a creer que el Papa es el dueño de la Iglesia, que puede hacer lo que lo plazca, hacer y deshacer lo que quiera, que puede mantener a los fíeles obligados siempre y sencillamente a obedecer. Si se reflexiona un momento, se advierte que esa concesión otorga al Papa la omnisciencia y la omnipotencia que son atributos exclusivos de Dios. Lo mismo pasa con la idolatría: transfiere a la creatura lo que es peculiar de la Divinidad.

Por ese motivo el Concilio Vaticano I, al definir el poder del Papa, se ha preocupado de definir también su finalidad y sus límites. El Papa debe conservar intacta la Iglesia de Cristo, mediante la cual el Divino Salvador perpetúa Su obra de salvación. Pero deberá mantener la estructura de la Santa Iglesia tal como el Señor la constituyó, y estar alerta para conservar y transmitir intactas la Fe y la Moral recibidas de la Tradición Apostólica. Para ese fin y dentro de esos limites, el Papa goza de especial asistencia divina, que le garantiza la imposibilidad de equivocarse y de desorientar a los fieles cada vez que defina un punto de fe y de moral.

No es absurdo pensar que, justamente para precisar bien el poder vicario del Papa, la Providencia haya permitido que en el trono de San Pedro se hayan sentado individuos en cuya doctrina y/o comportamiento se hallaran puntos sumamente nocivos para la Fe y/o para la Moral. En esos casos no enseñaban con su autoridad suprema ni definían materia de Fe revelada; o bien, daban mal ejemplo con su propia conducta personal. De esa manera se explica el juicio pronunciado sobre Honorio I tanto por el tercer Concilio de Constantinopla como por San León II, en el sentido de que Honorio, “con profana traición permitió que se manchase la Fe inmaculada de esta Iglesia Apostólica”. De igual modo se han producido hechos dolorosos en la historia de la Iglesia.

Resistir a esas enseñanzas y a esos malos ejemplos no constituye negación de obediencia al Papa o a su persona. Quien así procede conserva su adhesión al Vicario de Jesucristo. Porque solamente como Vicario de Jesucristo el Papa goza de poderes y de jurisdicción sobre toda la Iglesia.

Por lo tanto, los sacerdotes de la diócesis de Campos, al rechazar la nueva Misa, no rechazan ni a Juan Pablo II ni la comunión con toda la Iglesia, dado que la nueva Misa es nociva para la Fe puesto que, entre otras cosas, en su ambigüedad no se diferencia netamente de la herejía protestante.

+ ANTONIO DE CASTRO MAYER
antiguo Obispo de Campos

Nota: Este texto ha sido publicado en la revista “ROMA”, nº 77 de abril de 1983.